Era
la hora de dar de comer a sus gatos. Maruja tenía quince felinos peludos y
amorosos que vivían con ella y su marido.
La casa unifamiliar se encontraba en las afueras del pueblo. Un lugar
tranquilo. Allí, en la terraza que daba a la cocina, a cubierto, habían
instalado quince camitas para gato, varios artilugios para que jugasen, así
como innumerables recipientes para
servirles la comida. El agua para los mininos la tenía resuelta con la pequeña
fuente del jardín. Calentó el espléndido guiso en el microondas. Clinc, listo. Al abrir la puerta del
horno, el aroma dulzón de la carne con verduras y arroz invadió la cocina.
Hasta pensó que le apetecía probarlo. Distribuyó el manjar en los platos. Tenía
que ir apartando a los animales para que
le dejaran terminar su tarea. Cuando estuvo listo el último plato, los gatos
que comían en el primero ya habían terminado y se habían acomodado en la zona
de descanso, al sol, para acicalarse.
El sonido metálico del timbre de la
puerta le sobresaltó ligeramente. Acompañada por las vibraciones de la llamada,
llegó al zaguán. Un chico de la empresa de mensajería le saludó tras su
sonrisa. Había llegado lo que le faltaba para poder terminar su trabajo. El
joven, con amabilidad, le ayudó a colocar la máquina para retractilar junto al
banco de la espaciosa cocina. Se quedó sola mirando el aparato. Una maravilla
para envasar al vacío. Tantos años haciendo las matanzas en el pueblo y nunca
había tenido una de estas máquinas. Podría haber conservado mejor todos los
manjares que se obtenían de un cerdo bien alimentado.
La
mañana siguiente la ocupó preparando las cajas. Primero cerró herméticamente
cada una de las bolsas. Luego las fue distribuyendo cuidadosamente en las cajas,
para terminar envolviendo las mismas con el papel de embalar. Los paquetes se
acumulaban apilados en perfecto orden. Tardó un par de días en tenerlo todo
preparado. Durante este tiempo, apenas salió de casa. Concentró sus energías en
la tarea que tenía entre manos. Cuando necesitaba descansar del trabajo más
pesado, navegaba por internet, como le
había enseñado su nieta, recopilando las
direcciones de los envíos.
Ya
estaba todo listo. Aquella mañana, salió temprano, con su vistosa mochila
repleta de cajas y colgada a su espalda. Maruja cruzó la calle sin apenas mirar
a los lados. Tuvo la suerte, de no cruzarse en el camino de ningún vehículo que
truncara su vida. Sus pasos ágiles, la
condujeron hasta la estación de tren. Era tan pronto, que pudo coger el primer tren
que salió con dirección al pueblo que se encontraba más lejano del suyo,
todavía dentro de la provincia. Maruja no se percató, nerviosa como andaba, de
que Paco, aquel novio que tuvo de joven, la observaba desde el interior de su
vehículo, detenido en el semáforo. Entró en la estación. Se acomodó en el
primer vagón, dispuesta a descansar el tiempo que durara el trayecto. La
mochila quedó en el asiento contiguo. Realmente era llamativa, pero pensó que
había sido una acertada elección. Isis, su nieta, la utilizaba hacía unos años
para traer sus muñecas y sus tesoros cuando venía a pasar el fin de semana con
ellos. Ahora ya estaban muy mayores y venían poco a visitarles. Así, sin darse
cuenta, sumida como estaba en sus pensamientos, llegó a su destino. Encontró la
oficina de correos en un santiamén y realizó los envíos. Dos a Canadá, tres a
Chile. Otro par a dos puntos distintos de Australia y los último cuatro paquetes
que llevaba en su mochila los remitió a la extensa Rusia. Volvió a coger el
tren de vuelta a casa. Había resultado fácil. Por el momento no había
encontrado complicaciones. Lo que todavía le sorprendía era lo de internet, navegar, como le decía su nieta. Allí
estaba todo, hasta lo más insospechado que alguien deseara saber.
Paco
había decidido esperar el regreso de Maruja. Se quedó en el aparcamiento de la
estación, en ese lugar en el que tenía una clara visión de la única puerta de
acceso. Ya habían pasado más de tres horas desde que ella entró en el recinto.
Paco no había bajado del coche por lo que tenía las piernas doloridas. La
artrosis le estaba matando. Eran muchos los años que llevaba a su espalda. Recordaba
cuando fue novio de Maruja. Qué jóvenes eran entonces, qué belleza tenía
aquella mujer, qué luz interior fluía por cada poro de su piel. Luego, una
jugarreta del destino truncó aquellos días tan felices. Miguel se cruzó en la
vida de Maruja y ella se enamoró
perdidamente de aquel hombre. Nunca llegó a entender que vio ella en él. Paco
intuía que Miguel la maltrataba. No
había pruebas físicas de ello, pero el maltrato psicológico era evidente. En
más de una ocasión, presenció escenas que hacían que las dudas sobre ello se
disiparan. Pero nadie podía ayudarla más de lo que ya lo hacía Maribel, la hija
de Maruja.
Paco
no podía aguantar más el dolor de sus huesos. Cuando acercó su mano,
ligeramente temblorosa, a las llaves para arrancar su utilitario, la figura de
Maruja emergió por la puerta de la estación. No aparentaba la edad que tenía.
Ella era cuatro años más joven, por lo que estaría a punto de cumplir los setenta
y ocho. Con ese pantalón y las deportivas, con la mochila de alegres flores
colgando de sus hombros y aquel paso decidido, parecía mucho más joven. Paco la
siguió con sigilo hasta su casa y, antes de que se marchase a descansar, ella
volvió a salir. Otra vez encaminó sus pasos a la estación. Esta vez volvió un
par de horas después. Esto ocurrió durante tres días consecutivos. Paco no supo
que pensar sobre lo que hacía Maruja en la estacón. ¿Dónde viajaba?, ¿qué
llevaba en aquella mochila tan poco apropiada para su edad?
Maruja
entró en casa y dejó la mochila de cualquier manera en el suelo del recibidor.
No la iba a necesitar más. Sacó una botella del vino que tanto le gustaba. Un
tinto de la zona con mucho cuerpo. Preparó una sola copa y se acomodó a la mesa
de la cocina, junto a la ventana que dejaba entrar esos rayos de sol que le
calentaban el cuerpo. Había terminado su trabajo. Tan solo necesitó tres días
para hacer todos los envíos que tenía previsto. Todo estaba saliendo como ella
esperaba. Ahora se sentía cansada pero feliz y tranquila.
Dio
un sorbo de vino y lo mantuvo en su boca, paladeándolo, disfrutando de la
intensidad de su sabor y reteniendo en su pituitaria el aroma que desprendía.
Se estremeció. En febrero cumpliría los setenta y ocho, ya hacía cincuenta y
seis años que compartía su vida con Miguel. Con él cumplió sus deseos de ser
madre, con él creó una familia y vio crecer a su hija Marisa. El tiempo les
trajo una nieta maravillosa, Isadora, que llenó sus vidas cuando los años les
empezaron a pesar. Isis ya era una mujer
independiente y vivía con su novio en Paris. Y por fin, ahora, Miguel ya no la
molestaría más.
Habían
sido muchos años de humillaciones, incluso en público. La menospreciaba, la
anulaba y la hacía sentir una inútil. Poco a poco fue desapareciendo el amor
que sintió por Miguel y se fue instalando el odio. Todo ello en silencio.
Aquella tarde, una semana atrás, Miguel le
dijo que se sentía mal, tal vez la tensión arterial, tal vez el riego sanguíneo.
Él no podía saber que eran los sedantes que le habían hecho el efecto esperado.
Maruja lo acompañó al baño para refrescarse y le ayudó a sentarse en el borde
de la bañera. Junto con la toalla humedecida también cogió el cuchillo que
tenía preparado. No le temblaron las manos. Miguel alzó el rostro con sus ojos
cerrados, quedando al descubierto el punto en el que cuchillo, bien conducido,
le provocaría la muerte. Cubrió el rostro de su marido con la toalla para
refrescarlo y, sin dudar, alzó el arma y la hundió con la fuerza necesaria. La
experiencia la guió. Debajo de la nuez, con el ángulo perfecto, el cuchillo se
deslizó hacia el corazón. Miguel apenas pudo reaccionar. Un borboteo salió de
su garganta, junto con la primera sangre que abandonaba su cuerpo. Con un
empujón firme lo precipito al interior de la bañera, donde se golpeó en la
cabeza quedando inconsciente. La sangre manaba escapando del cuerpo de aquel
hombre que le había amargado la vida. El resto fue tarea fácil. Maruja, con una
frialdad sorprendente, fue troceando a su marido, como tantas veces lo había
hecho con los cerdos en la época de la matanza. Separó los pedazos que
utilizaría para alimentar a sus gatos. Luego los cocinaría. Otros los quemaría
en el huerto, junto con las ramas de la poda de los olivos y almendros. Ella
quería impedir el descanso eterno de Miguel, por lo que pensaba que si repartía
sus despojos, de manera que nunca se pudiesen unir y recibir cristiana
sepultura, su alma quedaría errática,
sin descanso. Sería su castigo.
Así
fue como preparó los pequeños paquetes envasados al vacío, como si se tratase
de fiambres y carnes producto de la matanza, listas para ser conservadas largo
tiempo. Buscó en internet las direcciones de los cementerios de los lugares más
recónditos del mundo y los fue mandando desde varias oficinas de correos.
Maruja
se sentía libre por primera vez.
Reconoció
la voz de Paco, que llegaba desde la puerta de la cocina. No debía de haber
cerrado bien la puerta de la casa. Esto no la inquietó.
-Acércate una copa para el vino. Están en el armario,
sobre el fregadero.
Paco
se sentó junto a ella en silencio. Maruja le sirvió vino. Luego alzó su copa
incitándole a un brindis silencioso.
-Él
ya no está, ¿verdad?
Maruja
no respondió, no lo creía necesario. Se quedaron mirando el atardecer que
entraba por la ventana, inundando de una nueva luz aquella cocina que tanto tenía
que contar.
Era
la hora de dar de comer a los gatos. Clinc,
listo. Al abrir el microondas, el aroma dulzón inundó la cocina.