lunes, 22 de julio de 2013

Maruja se libera


Era la hora de dar de comer a sus gatos. Maruja tenía quince felinos peludos y amorosos que vivían con ella  y su marido. La casa unifamiliar se encontraba en las afueras del pueblo. Un lugar tranquilo. Allí, en la terraza que daba a la cocina, a cubierto, habían instalado quince camitas para gato, varios artilugios para que jugasen, así como  innumerables recipientes para servirles la comida. El agua para los mininos la tenía resuelta con la pequeña fuente del jardín. Calentó el espléndido guiso en el microondas. Clinc, listo. Al abrir la puerta del horno, el aroma dulzón de la carne con verduras y arroz invadió la cocina. Hasta pensó que le apetecía probarlo. Distribuyó el manjar en los platos. Tenía que ir  apartando a los animales para que le dejaran terminar su tarea. Cuando estuvo listo el último plato, los gatos que comían en el primero ya habían terminado y se habían acomodado en la zona de descanso, al sol, para acicalarse.

            El sonido metálico del timbre de la puerta le sobresaltó ligeramente. Acompañada por las vibraciones de la llamada, llegó al zaguán. Un chico de la empresa de mensajería le saludó tras su sonrisa. Había llegado lo que le faltaba para poder terminar su trabajo. El joven, con amabilidad, le ayudó a colocar la máquina para retractilar junto al banco de la espaciosa cocina. Se quedó sola mirando el aparato. Una maravilla para envasar al vacío. Tantos años haciendo las matanzas en el pueblo y nunca había tenido una de estas máquinas. Podría haber conservado mejor todos los manjares que se obtenían de un cerdo bien alimentado.

La mañana siguiente la ocupó preparando las cajas. Primero cerró herméticamente cada una de las bolsas. Luego las fue distribuyendo cuidadosamente en las cajas, para terminar envolviendo las mismas con el papel de embalar. Los paquetes se acumulaban apilados en perfecto orden. Tardó un par de días en tenerlo todo preparado. Durante este tiempo, apenas salió de casa. Concentró sus energías en la tarea que tenía entre manos. Cuando necesitaba descansar del trabajo más pesado,  navegaba por internet, como le había enseñado su nieta,  recopilando las direcciones de los envíos.

Ya estaba todo listo. Aquella mañana, salió temprano, con su vistosa mochila repleta de cajas y colgada a su espalda. Maruja cruzó la calle sin apenas mirar a los lados. Tuvo la suerte, de no cruzarse en el camino de ningún vehículo que truncara su vida.  Sus pasos ágiles, la condujeron hasta la estación de tren. Era tan pronto, que pudo coger el primer tren que salió con dirección al pueblo que se encontraba más lejano del suyo, todavía dentro de la provincia. Maruja no se percató, nerviosa como andaba, de que Paco, aquel novio que tuvo de joven, la observaba desde el interior de su vehículo, detenido en el semáforo. Entró en la estación. Se acomodó en el primer vagón, dispuesta a descansar el tiempo que durara el trayecto. La mochila quedó en el asiento contiguo. Realmente era llamativa, pero pensó que había sido una acertada elección. Isis, su nieta, la utilizaba hacía unos años para traer sus muñecas y sus tesoros cuando venía a pasar el fin de semana con ellos. Ahora ya estaban muy mayores y venían poco a visitarles. Así, sin darse cuenta, sumida como estaba en sus pensamientos, llegó a su destino. Encontró la oficina de correos en un santiamén y realizó los envíos. Dos a Canadá, tres a Chile. Otro par a dos puntos distintos de Australia y los último cuatro paquetes que llevaba en su mochila los remitió a la extensa Rusia. Volvió a coger el tren de vuelta a casa. Había resultado fácil. Por el momento no había encontrado complicaciones. Lo que todavía le sorprendía era lo de internet, navegar, como le decía su nieta. Allí estaba todo, hasta lo más insospechado que alguien deseara saber.

Paco había decidido esperar el regreso de Maruja. Se quedó en el aparcamiento de la estación, en ese lugar en el que tenía una clara visión de la única puerta de acceso. Ya habían pasado más de tres horas desde que ella entró en el recinto. Paco no había bajado del coche por lo que tenía las piernas doloridas. La artrosis le estaba matando. Eran muchos los años que llevaba a su espalda. Recordaba cuando fue novio de Maruja. Qué jóvenes eran entonces, qué belleza tenía aquella mujer, qué luz interior fluía por cada poro de su piel. Luego, una jugarreta del destino truncó aquellos días tan felices. Miguel se cruzó en la vida de Maruja y  ella se enamoró perdidamente de aquel hombre. Nunca llegó a entender que vio ella en él. Paco intuía que Miguel  la maltrataba. No había pruebas físicas de ello, pero el maltrato psicológico era evidente. En más de una ocasión, presenció escenas que hacían que las dudas sobre ello se disiparan. Pero nadie podía ayudarla más de lo que ya lo hacía Maribel, la hija de Maruja.

Paco no podía aguantar más el dolor de sus huesos. Cuando acercó su mano, ligeramente temblorosa, a las llaves para arrancar su utilitario, la figura de Maruja emergió por la puerta de la estación. No aparentaba la edad que tenía. Ella era cuatro años más joven, por lo que estaría a punto de cumplir los setenta y ocho. Con ese pantalón y las deportivas, con la mochila de alegres flores colgando de sus hombros y aquel paso decidido, parecía mucho más joven. Paco la siguió con sigilo hasta su casa y, antes de que se marchase a descansar, ella volvió a salir. Otra vez encaminó sus pasos a la estación. Esta vez volvió un par de horas después. Esto ocurrió durante tres días consecutivos. Paco no supo que pensar sobre lo que hacía Maruja en la estacón. ¿Dónde viajaba?, ¿qué llevaba en aquella mochila tan poco apropiada para su edad?

Maruja entró en casa y dejó la mochila de cualquier manera en el suelo del recibidor. No la iba a necesitar más. Sacó una botella del vino que tanto le gustaba. Un tinto de la zona con mucho cuerpo. Preparó una sola copa y se acomodó a la mesa de la cocina, junto a la ventana que dejaba entrar esos rayos de sol que le calentaban el cuerpo. Había terminado su trabajo. Tan solo necesitó tres días para hacer todos los envíos que tenía previsto. Todo estaba saliendo como ella esperaba. Ahora se sentía cansada pero feliz y tranquila.

Dio un sorbo de vino y lo mantuvo en su boca, paladeándolo, disfrutando de la intensidad de su sabor y reteniendo en su pituitaria el aroma que desprendía. Se estremeció. En febrero cumpliría los setenta y ocho, ya hacía cincuenta y seis años que compartía su vida con Miguel. Con él cumplió sus deseos de ser madre, con él creó una familia y vio crecer a su hija Marisa. El tiempo les trajo una nieta maravillosa, Isadora, que llenó sus vidas cuando los años les empezaron a pesar.  Isis ya era una mujer independiente y vivía con su novio en Paris. Y por fin, ahora, Miguel ya no la molestaría más.

Habían sido muchos años de humillaciones, incluso en público. La menospreciaba, la anulaba y la hacía sentir una inútil. Poco a poco fue desapareciendo el amor que sintió por Miguel y se fue instalando el odio. Todo ello en silencio.

 Aquella tarde, una semana atrás, Miguel le dijo que se sentía mal, tal vez la tensión arterial, tal vez el riego sanguíneo. Él no podía saber que eran los sedantes que le habían hecho el efecto esperado. Maruja lo acompañó al baño para refrescarse y le ayudó a sentarse en el borde de la bañera. Junto con la toalla humedecida también cogió el cuchillo que tenía preparado. No le temblaron las manos. Miguel alzó el rostro con sus ojos cerrados, quedando al descubierto el punto en el que cuchillo, bien conducido, le provocaría la muerte. Cubrió el rostro de su marido con la toalla para refrescarlo y, sin dudar, alzó el arma y la hundió con la fuerza necesaria. La experiencia la guió. Debajo de la nuez, con el ángulo perfecto, el cuchillo se deslizó hacia el corazón. Miguel apenas pudo reaccionar. Un borboteo salió de su garganta, junto con la primera sangre que abandonaba su cuerpo. Con un empujón firme lo precipito al interior de la bañera, donde se golpeó en la cabeza quedando inconsciente. La sangre manaba escapando del cuerpo de aquel hombre que le había amargado la vida. El resto fue tarea fácil. Maruja, con una frialdad sorprendente, fue troceando a su marido, como tantas veces lo había hecho con los cerdos en la época de la matanza. Separó los pedazos que utilizaría para alimentar a sus gatos. Luego los cocinaría. Otros los quemaría en el huerto, junto con las ramas de la poda de los olivos y almendros. Ella quería impedir el descanso eterno de Miguel, por lo que pensaba que si repartía sus despojos, de manera que nunca se pudiesen unir y recibir cristiana sepultura, su alma  quedaría errática, sin descanso. Sería su castigo.

Así fue como preparó los pequeños paquetes envasados al vacío, como si se tratase de fiambres y carnes producto de la matanza, listas para ser conservadas largo tiempo. Buscó en internet las direcciones de los cementerios de los lugares más recónditos del mundo y los fue mandando desde varias oficinas de correos. 

Maruja se sentía libre por primera vez.

Reconoció la voz de Paco, que llegaba desde la puerta de la cocina. No debía de haber cerrado bien la puerta de la casa. Esto no la inquietó.

-Acércate  una copa para el vino. Están en el armario, sobre el fregadero.

Paco se sentó junto a ella en silencio. Maruja le sirvió vino. Luego alzó su copa incitándole a un brindis silencioso.

-Él ya no está, ¿verdad?

Maruja no respondió, no lo creía necesario. Se quedaron mirando el atardecer que entraba por la ventana, inundando de una nueva luz aquella cocina que tanto tenía que contar.

Era la hora de dar de comer a los gatos. Clinc, listo. Al abrir el microondas, el aroma dulzón inundó la cocina.

2 comentarios:

  1. Perill, perill...
    Vigila lo que te dan de comer. Algo sabroso, bien condimentado, suculento... nada es lo que parece.
    Clink

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