La suavidad del pelaje de
Lobo acompañaba a Red. Brillante, tupido, invitándola a dejarse envolver por
sus garras. Red sabía que Lobo era producto de su fantasía, cómo lo fueron los
otros. Imaginación, fantasía, esa parte tan activa en la vida de Red. Pero Lobo
fue especial. Lobo se atrevió a lamerle el alma. Un lengüetazo disfrazado de caricia
que casi, casi consiguió disolver su alma.
Lobo era perfecto, lo
recordaba entre la neblina y el sueño de su fantasía. Lobo ya no estaba. Lobo era
bello, con grandes ojos transmisores de amor, con grandes orejas, receptáculos
de los lamentos y tristezas de Red. Los dientes de Lobo eran blancos, ordenados
y limpios, siempre limpios, hasta después de desgarrar el alma de alguna de sus
presas. Y sus versos… los versos… El alma de Red suspiraba por aquellos versos que
ya no volverían. Aquellos versos que antes fueron de otras. Ahora quien sabe
que musa llevaba de la mano a Lobo. Lobo ya no estaba.
“…Háblame
de los que has encontrado
en
tu largo caminar…”
Pero hubo más Lobos, cada
uno distinto. Red los amó, se fundíó en ellos pensando que eran príncipes
azules, hasta que siempre, siempre acababa descubriendo las garras mortíferas,
los colmillos dispuestos a desgarrar su fina piel, a arrancar sus sueños, a robar
su corazón, a engullir su alma.
Los rostros de sus Lobos desfilaron
en espiral frente al tercer ojo de Red. Con su piel desnuda y descubierta de
espuma y con Gato como único espectador, Red se sacudió asustada ante la
ferocidad de la mirada de Lobo. Era una atracción que la arrastraba directa a
sus afilados dientes. Lobo era el único. Abrió sus ojos con espanto y se sentó
con brusquedad provocando un oleaje que arrastró a Gato a la odiosa humedad del
baño.
Gato saltó fuera del agua con un
bufido que demostraba su enfado y sorpresa. Mojado estaba horrible. Red, en pie
en el centro de la bañera, se volvió hacia el espejo y en silencio enfrentó la
visión de su cuerpo desnudo, de su alma desnuda.
Silencio
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