Abuelita abrió la puerta y
vio las orejas de Lobo apuntando al soleado cielo de primavera. Su corazón se
aceleró ligeramente. No estaba para aquellas sorpresas tan inesperadas. Había
abierto pensando que sería Red que le traía sus medicinas. Estaba ya tan mayor
que apenas salía de casa. Pero no, Lobo con sus blancos y afilados dientes le
esperaba al otro lado de la puerta.
Abuelita enfocó su cansada
mirada a través de los cristales de sus gafas. No podía creer el impresionante
parecido entre Lobo y su amado marido ya
fallecido hacía unos años. Fue este recuerdo el que animó a Abuelita a dejar
entrar a Lobo en casa y compartir con él un té mientras esperaban a Red.
Lobo era amable y gentil,
preparó un exquisito té que acompañó a los pasteles que traía para la visita.
Mientras él preparaba todo, Abuelita observaba desde su mecedora. No negaremos
que había mariposas revoloteando en el interior de su barriguita. Era una
anciana todavía bella y sus ojos brillaban con el recuerdo de su esposo. O tal
vez las mariposas eran fruto del miedo que inspiraba Lobo.
-No
hay lobos buenos- dijo Abuelita sin darse cuenta de que hablaba en voz alta y
no para sus adentros.
-Me
parece curioso –respondió Lobo con un tono sereno en su voz- que todavía crea
que las apariencias no pueden engañar.
Lobo sirvió el té y
desenvolvió delicadamente la bandeja de pasteles
Red, entre convulsiones y
temblores, dejó caer la cuchilla que, en su baile acuático, llegó al fondo
metálico dela bañera. Gato siguió con su arduo trabajo de acicalarse y limpiar
y colocar cada pelito de su cuerpo en su justo sitio. Red sacó las tijeras del
primer cajón del mueble y con pulso firme comenzó a cortar su cabello. Mechón a
mechón fue alfombrando la frialdad del suelo cerámico del baño. En pocos minutos
su larga cabellera rojiza yacía sin vida rodeando la blanca piel de sus pies.
Apenas se secó. Un poco de espuma para alborotar los cortos cabellos, un poco
de maquillaje para disimular esas imperfecciones que los años dejan en la piel,
un poco de rímel y lista. Se vistió a toda trisa con lo primero que encontró en
el armario. Sus vaqueros de siempre, sus botas de siempre y su camisa de
siempre. Entre sus pechos el amuleto que alguien le dio para preservarla de las
caídas fulminantes. Abotono uno más para
que nadie lo viera. Se colocó su coraza y salió a la calle
Cuando Lobo abrió la puerta
se encontró con una Red cambiada. Sus cabellos todavía húmedos brillaban todavía bajo los rayos del sol. No
se quitó sus gafas. Pero Lobo adivinó su sorpresa al encontrarlo allí, en casa
de Abuelita. También percibió un ligero temblor en el cuerpo de Red. Tal vez
ella pensó que era tarde, que Abuelita ya estaba muerta.
-
Pasa hija, pasa, se escuchó la voz trémula de
Abuelita que llegaba desde el fondo de la casa.
Red dejó su capa en el
perchero de la entrada y camino con paso firme delante de Lobo. No se quitó su
coraza. Lobo observaba el caminar de aquella mujer que tanto amaba, que tanto
deseaba. Red levantó sus gafas de sol para besar a Abuelita y sus ojos
iluminaros la estancia. Lobo brilló bajo esa luz.
-
Ves, hija- dijo Abuelita- nada es lo que
parece
Pero red, sin pestañear,
metió la mano en el bolsillo de su vaquero y sacó la cuchilla. Había tomado la
determinación de llegar hasta el fondo de la realidad de Lobo, de su propia realidad.
Levantó su mano izquierda mostrando sus propias venas y posó con firmeza la
cuchilla sobre ellas.
Silencio
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