Sonaban las campanadas en el reloj
de la torre. La última lágrima resbaló dibujando el camino hacia su cuello. Él
no estaba allí para beberla como le habían contado que ocurriría. No supo si sonreír
o seguir llorando. Se sentía ligera después de derramar aquellas pesadas
lágrimas. Con la que contó era la última campanada ocurrió. Cenicienta
murió.
Con movimientos livianos se
incorporó en equilibrio sobre el zapato de cristal que seguía en su pie. Entre
el noveno y el décimo peldaño quedó arremolinada su falda de seda salvaje de
ese color del que son los príncipes. Entre el séptimo y el sexto cayó el corsé
que le oprimía el pecho. Entre el cuarto y el tercero dejó libres sus cabellos
que habían hecho el último baile anudados en tortuosa trenza. Paró al pie de la
escalera. Respiró profundamente. Se quitó el zapato que le quedaba puesto y lo
lanzó con desgana hacia lo alto de la escalinata. El sonido de cientos de
minúsculos cristales golpeando los peldaños de frio mármol, quedó suspendido en
el silencio de la noche.
Corrió sintiendo la ligereza de
la brisa rozando su piel, mientras se iba vistiendo de vivos colores, ropas
informales y divertidas apropiadas para el baile de la vida que le esperaba…
¿qué vida le esperaría fuera del castillo?.
Cenicienta, sin equipaje, se subió al primer tren que pasó dirección al
norte. Eligió un asiento, sacó su cuaderno de notas y escribió:
“Las doce. Cenicienta murió… Continuará”
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