jueves, 13 de febrero de 2014

El cuaderno (Cenicienta VI)


La taza desprendía humo y aroma a café recién hecho, por partes iguales, en la pequeña mesa redonda que ocupaba el rincón más tranquilo del vagón. Una silla vacía parecía estar esperándome. Cenicienta leía y sus lágrimas corrían a la búsqueda de  sus dedos nerviosos, que las esperaban para enjugarlas. Cenicienta leía:

“Concentro mis energías en no pensar en el mañana. No hay mañana, sólo hoy, solo ahora existe. La realidad es este único instante en el que la soledad es liviana, en el que el frio ya forma parte de mi vida, de mi alma. Nada soy, nada espero, nada me falta, nada quiero. Si esta es la realidad, mi realidad, mi momento presente…¿por qué estás tú sentada frente a mí?”

Cenicienta leía y temblaba y lloraba lágrimas de esas que alguien etiquetó como “de guardar”. La luz mortecina entraba por los cristales, mezclada con las serpenteantes sombras que danzaban sobre la transparencia de su piel. Me quedé al final de la barra esperando mi café, esperando el valor que hacía años que me dejó, empujando al miedo que seguía intentando poseerme por completo. Aquel cuaderno contenía mi verdad, la verdad de Cenicienta. Nuestras vidas pasadas, nuestro presente. Era la puerta hacia nuestro futuro… ¿lo era?, ¿lo sería?

Vi a Marcus llegar al bar. No necesitó entrar. Sabía que sólo con mirarme sería suficiente. Con ese cruce de nuestras miradas obtuve la fuerza para hacer que el miedo se alejara para siempre. La decisión estaba tomada. Era el momento.

Quité el abrigo que cubría mis hombros y mis alas de libertad se acomodaron al espacio que las rodeaba. La luz se reflejaba en el inmaculado color de las plumas,  creando caleidoscópicas formas que cubrieron las mesas, las sillas, el techo, el suelo… a Cenicienta. Sacudí mis alas, ordené sus plumas y aproveche ese instante para ordenar también mi mente.

Cenicienta alzó su mirada y dejó que mi luz llenase sus ojos, secase sus lágrimas. Me acerque despacio a la mesa, en la que todavía estaba el cuaderno abierto. Me sentía desnudo, la sentía desnuda. Alargué mi mano para cazar su última lágrima… ¿realmente sería la última?

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