¿Quién dijo que sería fácil? El peso del arma le sorprendió. Nunca había pensado que una pistola tan pequeña fuese tan pesada. Algo más de un kilo, calculo. Brillante, fría, del tamaño justo para ser acariciada por sus pequeñas manos. Nadie le dijo que fuese una tarea sencilla. Percibió el evidente temblor cuando con su dedo buscó el percutor. Click. El arma estaba cargada. Todo su cuerpo se estremeció.
El espejo del baño del vagón de tren le devolvió la frialdad de su mirada. Un rostro con claros signos de cansancio la miraba desde la brillante y sucia luna. Si, estaba cansada, había sido una larga noche subida a sus zapatos de cristal y bailando de brazo en brazo, de príncipe en príncipe, hasta que comenzaron las campanadas que anunciaban el final del baile. Fue en ese instante en el que finalizaba un día para comenzar el siguiente, en el que sonaba la última de las doce campanadas, cuando comprendió que Cenicienta iba a morir.
No elegimos cuando nacemos, pero podemos elegir cuando vamos a morir.
El peso de la lágrima que corría por su piel, le sorprendió tanto como lo había hecho el de la pistola que ahora se alzaba frente a su rostro. Con inesperada frialdad y precisión encajó el cañón del arma entre sus labios. Sería un último beso de vida, de muerte. No podía fallar. El traqueteo del tren le hacía perder el equilibrio. Ya le habían avisado, si algo salía mal... No estaba dispuesta a que algo se torciera. Se volvió atrás.
El sudor de su cuerpo se empezó a enfriar. Esta vez temblaba de frio. Guardó su arma en lugar seguro y volvió a su asiento. Ya no estaba sola. En el asiento de enfrente otro pasajero dormitaba apoyando la cabeza en el cristal de la ventana. Su rostro permanecía escondido entre los dedos de la mano que lo sujetaba. Una bolsa, el abrigo y un maletín oscuro descansaban en el asiento junto al desconocido.
Recogió su cuaderno de notas que había caído al suelo. Permaneció unos instantes en pie, mirando el paisaje que pasaba a gran velocidad al otro lado del cristal. Oscuridad salpicada de estrellas fugaces. Contuvo la respiración escuchando los latidos de su corazón, esperando que parasen, deseando que parasen.
Abrió su cuaderno de notas y leyó:
“Las doce. Cenicienta murió… Continuará”
Y anotó con letra temblorosa:
“No elegimos cuando nacemos. ¿Elegimos cuando morir?... ¿continuará?”
Tu lectura atrapa. Que continúe.
ResponderEliminarComo ves, continúa
EliminarTu narrativa me recuerda bastante Raymond Carver, te lo recomiendo si no lo has leído, te gustará.
ResponderEliminarGracias, jordim, no lo he leído, pero no tardaré en hacerlo. Saludos.
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