viernes, 14 de febrero de 2014

14 febrero (Cenicienta y VII)


Aquel lejano día, lo inesperado ocurrió. El tren se paró una segunda vez y una explosión nos sumió en la confusión. Gritos, miedo, llanto, sangre. Todo aquello que nuestra mente lucha por olvidar cada día. Saqué a Cenicienta del tren,  a ella y a nuestro primer cuaderno. Luego volví al interior del vagón, para intentar a ayudar. Torniquetes, vísceras, sangre. Teléfonos sonando sin manos que los consolasen, sin voz que calmara la llamada alertada. Éramos muchos socorriendo a las víctimas, pocos los médicos que teníamos idea de lo que hacer con un ser que pierde la vida, con un cuerpo que ya ha muerto. Humo, hierros retorcidos, pánico. Pasaron horas hasta que caí extenuado en el andén donde estuvo Cenicienta. Ella ya no estaba allí. Nuestro cuaderno tampoco. Recorrí los alrededores de la estación, ni rastro. Contacté con los hospitales. No era posible temer lo peor, la había visto bien cuando la dejé en el banco del andén. Dos días después la encontré en la 315 del mismo hospital en el que yo trabajaba de cirujano. Aquel 14 de febrero, Cenicienta abrió otra vez los ojos a la vida, a mi vida.

 

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Cenicienta se revolvió en la cama. Había pasado la noche inquieta. Toqué su frente, parecía no tener fiebre. Eso era bueno. Hacía tiempo que pasaba mis noches de sueño abrazado a su cuerpo. Ya no entendía otra forma de dormir más que aquella que ella me enseñó el pasado 14 de febrero. Hoy hacía un año de ello.  Apilados en la estantería, junto a nuestra cama, los cuadernos de nuestro amor. Versos, relatos, confesiones, dibujos… silencios que nos enamoraron desde la primera gota de tinta, desde el primer trazo de grafito, desde el primer instante. Cada día nos seguimos desnudarnos para el otro en el blanco del papel, seguimos en el empeño de enamorar al que un día decidió lanzarse al vacío en un único vuelo, con unas solas alas. Mis alas.

Me ceñí más a su cintura, sabiendo que la sacaría de aquella ligereza onírica. Así fue. De la mano de mis caricias y con un susurro en el que le prometía mi vida, nos adentramos en el otro sueño, ese de despertar cada mañana junto a la persona amada. 



Post scriptum:
El amor es algo que hay que alimentar día a día con pequeños detalles. Una sonrisa sincera, el beso en la puntita de la nariz al despertar. Esos whats que nos ponen alas, una cena romántica en el balcón de casa. La flor que espera ser robada del jardín público, para llegar a las manos amadas... deja volar tu imaginación.
No dejemos de alimentar nuestro amor. Feliz San Valentín.

jueves, 13 de febrero de 2014

El cuaderno (Cenicienta VI)


La taza desprendía humo y aroma a café recién hecho, por partes iguales, en la pequeña mesa redonda que ocupaba el rincón más tranquilo del vagón. Una silla vacía parecía estar esperándome. Cenicienta leía y sus lágrimas corrían a la búsqueda de  sus dedos nerviosos, que las esperaban para enjugarlas. Cenicienta leía:

“Concentro mis energías en no pensar en el mañana. No hay mañana, sólo hoy, solo ahora existe. La realidad es este único instante en el que la soledad es liviana, en el que el frio ya forma parte de mi vida, de mi alma. Nada soy, nada espero, nada me falta, nada quiero. Si esta es la realidad, mi realidad, mi momento presente…¿por qué estás tú sentada frente a mí?”

Cenicienta leía y temblaba y lloraba lágrimas de esas que alguien etiquetó como “de guardar”. La luz mortecina entraba por los cristales, mezclada con las serpenteantes sombras que danzaban sobre la transparencia de su piel. Me quedé al final de la barra esperando mi café, esperando el valor que hacía años que me dejó, empujando al miedo que seguía intentando poseerme por completo. Aquel cuaderno contenía mi verdad, la verdad de Cenicienta. Nuestras vidas pasadas, nuestro presente. Era la puerta hacia nuestro futuro… ¿lo era?, ¿lo sería?

Vi a Marcus llegar al bar. No necesitó entrar. Sabía que sólo con mirarme sería suficiente. Con ese cruce de nuestras miradas obtuve la fuerza para hacer que el miedo se alejara para siempre. La decisión estaba tomada. Era el momento.

Quité el abrigo que cubría mis hombros y mis alas de libertad se acomodaron al espacio que las rodeaba. La luz se reflejaba en el inmaculado color de las plumas,  creando caleidoscópicas formas que cubrieron las mesas, las sillas, el techo, el suelo… a Cenicienta. Sacudí mis alas, ordené sus plumas y aproveche ese instante para ordenar también mi mente.

Cenicienta alzó su mirada y dejó que mi luz llenase sus ojos, secase sus lágrimas. Me acerque despacio a la mesa, en la que todavía estaba el cuaderno abierto. Me sentía desnudo, la sentía desnuda. Alargué mi mano para cazar su última lágrima… ¿realmente sería la última?

miércoles, 12 de febrero de 2014

Marcus (Cenicienta V)


Cenicienta cayó al suelo, sorprendida por el estruendo de la parada de emergencia que había realizado el tren. Mientras, yo me mezclaba entre los pasajeros que asustados se revolvían en sus asientos, adormecidos y protestando por algo tan inesperado. Nadie encontró explicación a aquella parada que no estaba prevista en el trayecto del tren.  Me acomodé en un nuevo asiento, desde allí también podría observar a la muchacha. El tren comenzó a moverse otra vez dirección a la última parada del trayecto. La última estación de aquel viaje.

Percibí desde mi refugio con vistas al paraíso, como se frotaba los ojos, se desperezaba y volvía a sentarse en su lugar. El cuaderno… se quedó mirándolo, seguía en el suelo. Cenicienta apenas parpadeaba. Parecía confusa, agitada todavía por lo inesperado, ignorante de lo que iba a ocurrir. Su cuerpo desapareció de mi punto de vista para volver a emerger con el cuaderno en la mano. Mi lápiz marcaba la primera de las páginas en las que había volcado mi esencia. Cenicienta lo sacó de su escondite, hizo un descuidado pliegue en una de las páginas y metió su cuaderno y mi lápiz en el bolso. Se levantó y con paso decidido salió del compartimento.

Me quedé aturdido, no esperaba esta reacción. Amanecía  y la claridad empezaba a despertar un cielo cubierto de pesadas nubes. Era invierno también afuera. Entonces apareció, si, apareció. Marcus estaba sentado en el asiento de mi derecha, junto a la ventanilla.

-Parece que andas un poco despistado hoy. Te has retrasado, ya deberías estar en tu casa. Veamos, ¿tienes tu agenda en el maletín?- preguntó Marcus sin esperar respuesta. Sin mirar, empezó a hurgar en el interior de mi maletín.

-No empieces Marcus, lo tengo todo controlado. Los trabajos previstos para hoy son sencillos, sin compromiso.

-Para ti todo es siempre sencillo. Luego pasa lo que pasa-  Marcus hizo un silencio estudiado, mientras buscaba en mi agenda la página correspondiente al día de hoy. Con lentitud pasaba las páginas sin apenas rozarlas… como le gustaba presumir de sus poderes.- Ya veo que tienes el día completo.

Decidí cambiar a una posición de acción, dejando el lado de la reacción para el que en ese momento se estaba definiendo como mi contrincante.

-Por cierto, ¿era preciso la parada de emergencia para subirte al tren?- le lancé mi pregunta  sin mirarle, paseando mis ojos por el pasillo del tren a la búsqueda de Cenicienta- Tu que controlas la materia y el movimiento, las mentes y las almas.

-No te pongas borde, ella no es para ti. No pretendas despistarme para ganar tiempo. Está decidido.

-No tienes argumentos para convencerme. Es más, ya he iniciado el proceso. Estoy decidido, esta vez no me vas a hacer dudar, eso no va a ocurrir. Estoy totalmente seguro de lo que quiero, de lo que siento y de lo que puedo crear con ella.

Marcus continuó hablando, era lo previsto. Apeló a mi sentido común, a la realidad de mi soledad que podía estar traicionando mis sentimientos. No podía ser cierto que yo me enamorará una vez más. Esto ya lo habíamos hablado en otras ocasiones y con sus reflexiones me había ayudado a desenmascarar al miedo, a la falta de aceptación de mi soledad que se disfrazaban de amor, de proyectos de futuro, de pasión, de para siempres, de eternidades… Qué sabría el amor de eternidades…

Me levanté y lo dejé hablando solo. Marcus estaba acostumbrado. Esta vez no había miedo, no había disfraces. No quería pensar en palabras cargadas de tópicos, difuminadas con matices que hacen que no sepamos diferenciar lo real de lo irreal.

Llegué al vagón en el que estaba la cafetería arrastrando mi vida y mi pasado. Allí estaba ella. Allí estaba su cuaderno mostrando mi verdad.

martes, 11 de febrero de 2014

Este soy yo (Cenicienta IV)


Tardé en enfocar la estancia. Tardé en ubicarme. El tren de cada día, de cada noche volviendo a un hogar que ya no era mío. Froté mis cansados ojos, después de tantas horas de guardia era difícil mantenerme despierto. Alargué la mano hacia el asiento en el que estaban mis cosas. Sin mirar, hice recuento: abrigo, maletín… Todo. Estiré mis piernas y fue entonces cuando la punta de mi zapato tocó algo. Me desperté.

Ella dormía sentada frente a mí, y a sus pies, un cuaderno abierto mostraba unos apuntes con letra firme y segura. No me pude resistir. Lo alcé, un poco temeroso de que ella se despertara, y lo acomodé frente a mis cansados ojos… un poco más cerca… un poco más lejos. Miré por encima del cuaderno antes de empezar a leer. No sin dificultad enfoque el rostro de la joven. Su cabello revuelto escondía sus ojos cerrados, apretados párpados de sueños sufrientes. La palidez de su piel se confundía en la penumbra. Parecía transparente, a punto de desaparecer entre las sombras, entre las luces pasajeras que corrían afuera. Elevé el cuaderno subiendo el telón que me aislaría de la inquietante joven y que me introduciría en el último viaje.

El tiempo pareció detenerse, las estaciones desaparecieron en la oscuridad de la noche. Cielo estrellado oculto por algodones maquillados de oscuro. Mientras el tren me mecía, sus versos me lanzaban a lo más alto. Su historia me atrapaba en lo más profundo. Mi misión dejó de tener sentido. Solo deseaba acercarme a esa mujer que tanto tenía que ofrecer, a la que tan poca energía le quedaba. Me resistí. No estaba dentro de los pasos que debía dar, no era bueno tomar ese tipo de decisiones y comenzar una aproximación de esa manera… Luego sabía que lo podía lamentar.

Me dejé llevar por el impulso. Cogí un lápiz de mi maletín y comencé a dejar fluir mis pensamientos, que trasformados en versos, en frases, dibujos, espacios en blanco, fueron tejiendo una historia… mi historia. No sería capaz de cuantificar el tiempo que pasé en ese mundo que sabía que ya no era el mío. De tanto en tanto bajaba el telón y observaba a la joven sumida en un inquieto sueño, sueños muertos tal vez. Luego me volvía a sumergir en los versos que germinaban en mi mente para florecer en el blanco inmaculado del papel. Nada tenía sentido. Todo tenía sentido.

El tren frenó en seco. La joven comenzó a resbalar de su asiento. Todo ocurrió muy deprisa. Deposité el cuaderno en el suelo, donde lo había encontrado, esta vez era mi lápiz el que quedó en su interior. Recogí mis cosas con toda la rapidez de la que fui capaz y salí del vagón deseando que ella no me hubiera visto, deseando que ella me viera…

domingo, 9 de febrero de 2014

Sueños muertos. (Cenicienta III)


Cansada. Cansada de todo, retomó la escritura:

“Vacío lleno de recuerdos

trémula calidez resbalando entre mis dedos.

Perder, perder,

Qué es perder…

Dejar de ganar, de soñar,

de esperar

tus manos en mi espalda,

tu cuerpo en el recodo del paraíso…

Palabras-verso que alzan

que lanzan al vacío…

Vacío lleno de silencios

que desgarran las venas

Silencios que rompen sueños.

Sueños rotos.

Sueños muertos”.

Descansó el bolígrafo en el pliegue del cuaderno. Posó sus ojos en el desconocido que dormitaba en el asiento de enfrente. Sus parpados pesaban más que las lágrimas que no paraban de brotar desde el vacío de sus ojos. Ni tan solo eso podía elegir. La muerte, la esperada salvación. El temor, la cobardía le había hecho dudar. El miedo, ese que seguía intentando burlar una y otra vez. El miedo era el dueño de su vida.

Lo último que percibió fue el movimiento del desconocido compañero de vagón. Tal vez soñaba con mundos mejores, distintos. Utopías de soñadores de mentes inquietas…

Cenicienta se quedó dormida. Su cuaderno resbaló de entre sus manos, dejando la desnudez de las letras al alcance de miradas indiscretas:

“Treinta minutos

de letras perdidas

de melodía lanzada a alma herida.

 

Demasiados segundos

de ausencia aceptada,

de soledad reclamada

a la vida que se me escapa,

dejando el  latido suspendido,

expectante de tus versos.

Esos que me sueñas

me creas, rimas, dictas, recitas.

Escribes

gritas, acunas… murmuras

Callas”

¿Elegimos...? (Cenicienta II)


¿Quién dijo que sería fácil? El peso del arma le sorprendió. Nunca había pensado que una pistola tan pequeña fuese tan pesada. Algo más de un kilo, calculo. Brillante, fría, del tamaño justo para ser acariciada por sus pequeñas manos. Nadie le dijo que fuese una tarea sencilla. Percibió el evidente temblor cuando con su dedo buscó el percutor. Click. El arma estaba cargada. Todo su cuerpo se estremeció.

El espejo del baño del vagón de tren le devolvió la frialdad de su mirada. Un rostro con claros signos de cansancio la miraba desde la brillante y sucia luna. Si, estaba cansada, había sido una larga noche subida a sus zapatos de cristal y bailando de brazo en brazo, de príncipe en príncipe, hasta que comenzaron las campanadas que anunciaban el final del baile. Fue en ese instante en el que finalizaba un día para comenzar el siguiente, en el que sonaba la última de las doce campanadas, cuando comprendió que Cenicienta iba a morir.

No elegimos cuando nacemos, pero podemos elegir cuando vamos a morir.

El peso de la lágrima que corría por su piel, le sorprendió tanto como lo había hecho el de la pistola que ahora se alzaba frente a su rostro. Con inesperada frialdad y precisión encajó el cañón del arma entre sus labios. Sería un último beso de vida, de muerte. No podía fallar. El traqueteo del tren le hacía perder el equilibrio. Ya le habían avisado, si algo salía mal... No estaba dispuesta a que algo se torciera. Se volvió atrás.

El sudor de su cuerpo se empezó a enfriar. Esta vez temblaba de frio. Guardó su arma en lugar seguro y volvió a su asiento. Ya no estaba sola. En el asiento de enfrente otro pasajero dormitaba apoyando la cabeza en el cristal de la ventana. Su rostro permanecía escondido entre los dedos de la mano que lo sujetaba. Una bolsa, el abrigo y un maletín oscuro descansaban en el asiento junto al desconocido.

Recogió su cuaderno de notas que había caído al suelo. Permaneció unos instantes en pie, mirando el paisaje que pasaba a gran velocidad al otro lado del cristal. Oscuridad salpicada de estrellas fugaces. Contuvo la respiración escuchando los latidos de su corazón, esperando que parasen, deseando que parasen.

Abrió su cuaderno de notas y leyó:

“Las doce. Cenicienta murió… Continuará”

Y anotó con letra temblorosa:

“No elegimos cuando nacemos. ¿Elegimos cuando morir?... ¿continuará?”

miércoles, 5 de febrero de 2014

LAS DOCE (Cenicienta I)


Sonaban las campanadas en el reloj de la torre. La última lágrima resbaló dibujando el camino hacia su cuello. Él no estaba allí para beberla como le habían contado que ocurriría. No supo si sonreír o seguir llorando. Se sentía ligera después de derramar aquellas pesadas lágrimas. Con la que contó era la última campanada ocurrió. Cenicienta murió. 

Con movimientos livianos se incorporó en equilibrio sobre el zapato de cristal que seguía en su pie. Entre el noveno y el décimo peldaño quedó arremolinada su falda de seda salvaje de ese color del que son los príncipes. Entre el séptimo y el sexto cayó el corsé que le oprimía el pecho. Entre el cuarto y el tercero dejó libres sus cabellos que habían hecho el último baile anudados en tortuosa trenza. Paró al pie de la escalera. Respiró profundamente. Se quitó el zapato que le quedaba puesto y lo lanzó con desgana hacia lo alto de la escalinata. El sonido de cientos de minúsculos cristales golpeando los peldaños de frio mármol, quedó suspendido en el silencio de la noche.

Corrió sintiendo la ligereza de la brisa rozando su piel, mientras se iba vistiendo de vivos colores, ropas informales y divertidas apropiadas para el baile de la vida que le esperaba… ¿qué vida le esperaría fuera del castillo?.

Cenicienta, sin equipaje,  se subió al primer tren que pasó dirección al norte. Eligió un asiento, sacó su cuaderno de notas y escribió:

“Las doce.  Cenicienta murió… Continuará”