Desde el fondo del templo observaba como los
asistentes a la ceremonia estaban en una actitud íntima de recogimiento. Los
hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Los veía a todos de espaldas
con sus cabezas en ligera inclinación hacia delante. Todos vestidos de riguroso
negro. Todos excepto el oficiante que, ataviado con sus hábitos eclesiásticos, conducía el acto con la letanía de su voz
mientras hurgaba en el interior del corazón de los asistentes, haciéndoles
brotar los sentimientos en forma de furtivas lágrimas que resbalan por sus mejillas.
Recostado contra la puerta de entrada observaba
con curiosidad. Isaac, su pareja, parecía destrozado, abatido, apoyado sobre el
costado de su hermana, como una marioneta con los hilos cortados, como un brote
que no puede seguir adelante por la sequía que lo azota. Isaac, su amor, el centro de su vida. Nadie
de su familia asistió, nadie de los presentes tenía un vínculo de sangre que lo
uniese a él. Hacía ya unos años que habían cortado el contacto, la comunicación
familiar. Su padre no pudo soportar la idea de su homosexualidad y su madre,
como siempre sumisa, se dejó arrastrar por el fuerte carácter de papá. Andrés
hacía años que se sentía solo, sin raíces, sin familia, su familia se reducía a
Isaac.
Una vez terminada la ceremonia desfilaban hacia
el cementerio donde la tierra le cubriría y le acompañaría para siempre. Al
final del séquito estaba ella. El lado oscuro. Anita fue su perdición, ella
siempre deseó que Andrés se fijara en ella siempre quiso conseguir su amor.
Años de empeño e insistencia sin querer aceptar las inclinaciones de Andrés.
Nunca pensó que su vida acabaría de esta forma
tan inesperada, tan brusca. Fue una noche cualquiera en la que Andrés estaba
solo en su casa. Isaac se encontraba de viaje de negocios, como otras tantas
veces, y no regresaría hasta la noche siguiente. Con una escusa tonta Anita
llegó, preciosa, vestida para una ocasión especial. Vestida para matar. Cuero
negro sobre tacones afilados, como dos estiletes y un delicado pañuelo de seda roja anudado a
su cuello. Sin mediar palabra al entrar le empujó contra la pared del hall.
Anita era fuerte y su fortaleza aumentaba cuando era presa de la excitación y el
deseo, de la rabia y el odio. Aquí sus recuerdos ya se convertían en un baile
de sangre y vísceras.
Andrés cambió la
cabeza de lado acomodándola bajo su brazo izquierdo, que seguía en posición de
jarra, quedando muy bien sujeta por su mano, sintiendo como la sangre ya
formaba una costra seca alrededor del cuello cercenado por el certero corte que
Anita le asestó. Cuando miró hacia arriba, descubrió que donde estuvo su
corazón había ahora un vacío oscuro y silencioso.
En la boca de Anita
todavía quedaba el regusto del Bloody Mary que se preparó. Nueve partes de vodka,
una pizca de sal de apio y pimienta negra, seis cuidadosos chorritos de salsa
Worcestershire, una cucharada de Tabasco que le daba el toque picante que tanto
le gustaba, un chorrito de zumo de lima y seis partes de espuma del corazón de su amado.
Mientras la boca de
Andrés se llenaba de tierra, todo a su alrededor tenía ese olor acre que se
introducía en su alma y daba rienda suelta a los recuerdos. Ese olor a tierra mojada.
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