viernes, 17 de enero de 2014

LA PODA



Las tijeras de podar cayeron de sus manos. No escuchó el sonido de las piedras que crujían bajo las ruedas del coche que se aproximaba por el camino. Llevaba tantas horas trabajando en la viña que su espalda necesitaba un descanso. Tampoco esto lo había notado. Cuando se ocupaba de sus cepas perdía la noción del tiempo, era como si su registro vital cambiara. Podría jurar que los latidos de su corazón se ralentizaban para hacer fluir la sangre por sus venas de una forma más pausada, su respiración se calmaba haciéndose más profunda, sus pensamientos se limpiaban. Su organismo buscaba silencio para permitir que sus seis sentidos trabajaran al cien por cien y sin interferencias. Había que tomar decisiones importantes… qué cortar, en que justo lugar el filo de la tijera debía sesgar la vida.

Por la altura del sol de aquel día de enero calculó que debían de ser las dos del mediodía. Su estómago, vacío ya, despertó y le reclamó algo de alimento. Hacía años que había tomado la decisión de no llevar reloj. La vida en el campo no lo requería y él había dejado de vivir con prisas. Debía hacer ya diez años desde que abandonó aquel artefacto que oprimía su muñeca en el fondo del cajón de la mesilla de noche, junto al de ella. Al principio se sentía desnudo, con el brazo desnudo, con el tiempo suspendido, con el alma vacía. Su prisa se paró a las cuatro de una tarde de verano, cuando ella cerró los ojos por última vez en la cama de aquel hospital. Había ganado la parca. Nunca más los volvió a abrir.

Marcos colocó su mano derecha sobre la frente, arrojando sobre sus ojos la sombra que necesitaba para poder enfocar el vehículo que paraba su motor el final del camino, junto a su quad. Una estela de polvo quedaba suspendida en el silencio de la campiña. Con la otra mano frotó su dolorida espalda mientras sentía el peso de los años. Los años sin ella.

El único ocupante del deportivo bajó. Le costaba enfocar para ver con claridad de quien se trataba. El sol lo deslumbraba y creaba un resplandor brillante en torno a la silueta de aquella mujer. Si, era una mujer y le resultaba extrañamente familiar. Aquel cabello dorado, corto, definiendo el óvalo de un rostro que tantas veces admiró… sintió el aroma acre de la tierra, el tacto de las ramas caídas en el suelo que rozaban la piel de su rostro y el sonido de la voz de su querida esposa que le tranquilizaba.

Eran cerca de las diez de la noche cuando lo encontró su fiel Samy. Sus ladridos no alertaron a nadie, ya que nadie había que los pudiera escucharen aquella despoblada zona de viñedos. Samy se calmó y acabó acostándose a los pies de su dueño. Con el amanecer llegaron los vecinos, la familia, los médicos. Nada se podía hacer. Mientras tanto, en el porche de la pequeña bodega Marcos y su esposa saboreaban una copa de vino. Invisibles espectadores felices por saberse unidos para la eternidad. Aquella noche nadie daría cuerda a los relojes que descansaban en el fondo del cajón.

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