Las tijeras de podar cayeron de
sus manos. No escuchó el sonido de las piedras que crujían bajo las ruedas del
coche que se aproximaba por el camino. Llevaba tantas horas trabajando en la
viña que su espalda necesitaba un descanso. Tampoco esto lo había notado. Cuando
se ocupaba de sus cepas perdía la noción del tiempo, era como si su registro vital
cambiara. Podría jurar que los latidos de su corazón se ralentizaban para hacer
fluir la sangre por sus venas de una forma más pausada, su respiración se
calmaba haciéndose más profunda, sus pensamientos se limpiaban. Su organismo buscaba
silencio para permitir que sus seis sentidos trabajaran al cien por cien y sin
interferencias. Había que tomar decisiones importantes… qué cortar, en que
justo lugar el filo de la tijera debía sesgar la vida.
Por la altura del sol de aquel
día de enero calculó que debían de ser las dos del mediodía. Su estómago, vacío
ya, despertó y le reclamó algo de alimento. Hacía años que había tomado la
decisión de no llevar reloj. La vida en el campo no lo requería y él había
dejado de vivir con prisas. Debía hacer ya diez años desde que abandonó aquel artefacto
que oprimía su muñeca en el fondo del cajón de la mesilla de noche, junto al de
ella. Al principio se sentía desnudo, con el brazo desnudo, con el tiempo
suspendido, con el alma vacía. Su prisa se paró a las cuatro de una tarde de
verano, cuando ella cerró los ojos por última vez en la cama de aquel hospital.
Había ganado la parca. Nunca más los volvió a abrir.
Marcos colocó su mano derecha
sobre la frente, arrojando sobre sus ojos la sombra que necesitaba para poder enfocar
el vehículo que paraba su motor el final del camino, junto a su quad. Una
estela de polvo quedaba suspendida en el silencio de la campiña. Con la otra
mano frotó su dolorida espalda mientras sentía el peso de los años. Los años
sin ella.
El único ocupante del deportivo
bajó. Le costaba enfocar para ver con claridad de quien se trataba. El sol lo
deslumbraba y creaba un resplandor brillante en torno a la silueta de aquella
mujer. Si, era una mujer y le resultaba extrañamente familiar. Aquel cabello
dorado, corto, definiendo el óvalo de un rostro que tantas veces admiró… sintió
el aroma acre de la tierra, el tacto de las ramas caídas en el suelo que
rozaban la piel de su rostro y el sonido de la voz de su querida esposa que le
tranquilizaba.
Eran cerca de las diez de la
noche cuando lo encontró su fiel Samy. Sus ladridos no alertaron a nadie, ya
que nadie había que los pudiera escucharen aquella despoblada zona de viñedos.
Samy se calmó y acabó acostándose a los pies de su dueño. Con el amanecer
llegaron los vecinos, la familia, los médicos. Nada se podía hacer. Mientras
tanto, en el porche de la pequeña bodega Marcos y su esposa saboreaban una copa
de vino. Invisibles espectadores felices por saberse unidos para la eternidad.
Aquella noche nadie daría cuerda a los relojes que descansaban en el fondo del
cajón.