Como cada
mañana salgo de casa a una hora razonable. A medida que el ascensor se aproxima
a la planta baja puedo percibir una conversación nada amigable. Ella, una
vecina, una mujer, una señora, me sorprende levantando la voz al técnico que
ajeno al problema está a punto de iniciar una compleja reparación. El gran
problema, el tema de la gran discusión es lo arriesgado que le parece a nuestra
mujer el permanecer durante cuarenta y ocho horas sin el servicio imprescindible de ese bien preciado que
es nuestro ascensor. Una gran
responsabilidad que recaerá en la empresa que realiza esa reparación y en
quien ha decidido que no se hiciera junta de vecinos para aprobarlo. Algo inesperado puede ocurrir, una vez
pasadas las veinticuatro horas que nuestra señora ve razonables para estar sin este
servicio.
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A
pocos kilómetros de allí en el único centro comercial de la ciudad y unas pocas
horas después un coche robado aluniza sobre la joyería. “Esto es el bronx”
alguien comenta en el FB, esa plaza del pueblo. Si, tal vez en el Bronx esto
ocurra a diario, pero ¿aquí?, ¿en Castellón?.
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En
esos momentos, en el centro de la ciudad una mujer camina ensimismada
dirigiendo sus pasos hacia el supermercado del barrio. Un cartel pegado en una
de las farolas que se encuentra en su camino llama su atención. Se pregunta qué le ha resultado interesante del cartel, sin leerlo. Es igual que las otras
decenas de mensajes que personas anónimas dejan en cualquier lugar visible para
intentar vender, comprar, trabajar. Pero al comenzar a leerlo queda perpleja:
«Soy
un hombre de 43 años, nacido en Castellón, albañil y agricultor. Necesito
alquería, con o sin luz, con o sin tierra. Necesito un techo donde vivir…»
Con
el corazón encogido ella continúa hacia el supermercado. Ese hombre podría ser
cualquier conocido, cualquier persona como ella, como su marido. Podría ser un
padre de familia, sin un techo bajo en
que refugiar a sus hijos.
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Esa
misma madrugada en la capital de este país sumido en el caos tiene lugar una
fiesta en una macrodiscoteca. Inesperadamente la joven estudiante de medicina
se encuentra bajo el peso insoportable de decenas de cuerpos. Sabe que va a
morir. Siente que sus pulmones se aplastan, el aire no puede penetrar en ellos.
Frente a ella, cogida de su mano, su amiga grita desesperada, no deja de tirar
de ella, de llorar, de pedir socorro. Nuestra joven estudiante sumida en la
confusión mira a la persona que se encuentra junto a ella. Un joven agoniza a
su lado con el rostro desencajado, con síntomas evidentes de asfixia. Él
consigue entornar sus ojos y la mira ya desde otro lugar. Ella con la última bocanada de aliento que le
queda le susurra con una tímida sonrisa “no temas, ya termina todo”.
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Como
cada mañana desayunamos con las noticias de fondo. Una mala costumbre que no se
si conseguiré cambiar. Un grupo de policías antidisturbios se enfrenta a los
manifestantes. Este también es nuestro país. Mi hijo mira la pantalla con los
ojos abiertos desmesuradamente, brillantes, al borde del llanto. Abandona su
cuchara y sin miarme me dice: ”Mamá tengo miedo, no quiero ver esto, estos
policías son malos. No quiero policías malos.” Como muchos otros niños él
quiere ser policía cuando sea mayor. Antes de poder responderle uno de los
manifestantes patea la cabeza de otro antidisturbios. Podría ser una escena de
cualquier película ambientada en el Bronx. Una bota vuela para estrellarse en
la cabeza de una persona, un certero movimiento de algo que semeja una llave de
cualquier arte marcial.
Me quedo
sin argumentos ante estas situaciones. Este es nuestro país, el lugar al que
hemos traído a nuestro hijo. Como le explico que el ser humano es bueno, como
le argumento que no tiene que pegar, que tiene que estudiar, aprender y ser
bueno. Cómo le cuento que esta crisis nos está transformando en seres
imprevisibles, algunas veces inhumanos y desesperados.
¿Por qué?
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