martes, 6 de noviembre de 2012

CATARSIS (CRISIS)


 

Como cada mañana salgo de casa a una hora razonable. A medida que el ascensor se aproxima a la planta baja puedo percibir una conversación nada amigable. Ella, una vecina, una mujer, una señora, me sorprende levantando la voz al técnico que ajeno al problema está a punto de iniciar una compleja reparación. El gran problema, el tema de la gran discusión es lo arriesgado que le parece a nuestra mujer el permanecer durante cuarenta y ocho horas sin el servicio imprescindible de ese bien preciado que es nuestro ascensor. Una gran responsabilidad que recaerá en la empresa que realiza esa reparación y en quien ha decidido que no se hiciera junta de vecinos para aprobarlo.  Algo inesperado puede ocurrir, una vez pasadas las veinticuatro horas que nuestra señora ve razonables para estar sin este servicio.

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                A pocos kilómetros de allí en el único centro comercial de la ciudad y unas pocas horas después un coche robado aluniza sobre la joyería. “Esto es el bronx” alguien comenta en el FB, esa plaza del pueblo. Si, tal vez en el Bronx esto ocurra a diario, pero ¿aquí?, ¿en Castellón?.

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                En esos momentos, en el centro de la ciudad una mujer camina ensimismada dirigiendo sus pasos hacia el supermercado del barrio. Un cartel pegado en una de las farolas que se encuentra en su camino llama su atención. Se pregunta qué le ha resultado interesante del cartel, sin leerlo. Es igual que las otras decenas de mensajes que personas anónimas dejan en cualquier lugar visible para intentar vender, comprar, trabajar. Pero al comenzar a leerlo queda perpleja:

                «Soy un hombre de 43 años, nacido en Castellón, albañil y agricultor. Necesito alquería, con o sin luz, con o sin tierra. Necesito un techo donde vivir…»

                Con el corazón encogido ella continúa hacia el supermercado. Ese hombre podría ser cualquier conocido, cualquier persona como ella, como su marido. Podría ser un padre de familia,  sin un techo bajo en que refugiar a sus hijos.

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                               Esa misma madrugada en la capital de este país sumido en el caos tiene lugar una fiesta en una macrodiscoteca. Inesperadamente la joven estudiante de medicina se encuentra bajo el peso insoportable de decenas de cuerpos. Sabe que va a morir. Siente que sus pulmones se aplastan, el aire no puede penetrar en ellos. Frente a ella, cogida de su mano, su amiga grita desesperada, no deja de tirar de ella, de llorar, de pedir socorro. Nuestra joven estudiante sumida en la confusión mira a la persona que se encuentra junto a ella. Un joven agoniza a su lado con el rostro desencajado, con síntomas evidentes de asfixia. Él consigue entornar sus ojos y la mira ya desde otro lugar. Ella  con la última bocanada de aliento que le queda le susurra con una tímida sonrisa “no temas, ya termina todo”. 

 

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                Como cada mañana desayunamos con las noticias de fondo. Una mala costumbre que no se si conseguiré cambiar. Un grupo de policías antidisturbios se enfrenta a los manifestantes. Este también es nuestro país. Mi hijo mira la pantalla con los ojos abiertos desmesuradamente, brillantes, al borde del llanto. Abandona su cuchara y sin miarme me dice: ”Mamá tengo miedo, no quiero ver esto, estos policías son malos. No quiero policías malos.” Como muchos otros niños él quiere ser policía cuando sea mayor. Antes de poder responderle uno de los manifestantes patea la cabeza de otro antidisturbios. Podría ser una escena de cualquier película ambientada en el Bronx. Una bota vuela para estrellarse en la cabeza de una persona, un certero movimiento de algo que semeja una llave de cualquier arte marcial.

Me quedo sin argumentos ante estas situaciones. Este es nuestro país, el lugar al que hemos traído a nuestro hijo. Como le explico que el ser humano es bueno, como le argumento que no tiene que pegar, que tiene que estudiar, aprender y ser bueno. Cómo le cuento que esta crisis nos está transformando en seres imprevisibles, algunas veces inhumanos y desesperados.

¿Por qué?